Al principio, todo era euforia. Cada vez que subía a la cabina, sentía que me convertía en un dios. Controlaba la energía de la sala, manipulaba las emociones de la gente, les daba lo que venían a buscar: un escape. Pero con cada noche de éxito, algo en mí empezaba a romperse. Era como si cada aplauso, cada «me gusta» en redes sociales, me arrancara un pedazo del alma.
Una noche, en medio de un set, me derrumbé. No era capaz de sentir la música ni era capaz de conectar con la gente. Estaba deseando terminar de pinchar por que no sabía ni lo que estaba haciendo, bebía bastante esperando reconectar. Hubo varias noches así, que no disfrutaba, que no conectaba, que era incapaz de sentir nada.
Así que tomé la decisión más difícil de mi vida: dejar de pinchar. Alejarme de la única cosa que alguna vez me hizo sentir completo. Fue como amputar una parte de mí mismo, pero sabía que era la única forma de salvar el resto.
Desde entonces, he estado en terapia, enfrentando los demonios que la música había ocultado pero nunca eliminado, tengo depresión y soy bipolar. Cada día es una lucha, pero al menos ahora es una lucha que estoy dispuesto a enfrentar. Y aunque la música ya no forma parte de mi vida de la manera en que lo hacía antes, estoy mas tranquilo, disfruto más y tengo una vida mucho mas estable que antes.